jueves, 18 de noviembre de 2010

Perfil


Que pena tu vida
De arrastre con las mujeres; a un caballo dibujado en la primera prueba de aptitud académica que hubo en Chile; a futbolista ultra disciplinado, pero frustrado; a mochilero sin destino en Europa; a tierras y administración; a patrón de fundo y poco humilde; a grandes amores y pérdidas; a la nada. Esta es la historia del hombre que lo tuvo todo y ahora no tiene nada.
Por: Montserrat Olave De la Barrera.
No deja de fumar. En la cocina de una casa blanca, en una parcela de Talagante, hay una mesa de terraza cubierta con un mantel floreado. Sobre éste, hay una radio antigua -con por lo menos 40 años de uso-; dos cajetillas de cigarros “Kent 8”, una de ellas a media abrir y otra intacta. Sentado en una silla negra está Ángel Velasco de 62 años. Observa el cigarrillo, aspira y tira el humo por la nariz.
Suena el teléfono.
­­­­-¡Hola! –dice-. ¿Cómo estás?
Asiente, escucha un momento.
-Aquí estamos –responde-. Te quería preguntar cómo se prende la máquina de lavar, porque no me queda ropa limpia.
Ángel vuelve a asentir.
-¡A ya! Entonces meto la ropa, después el detergente; aprieto el botón de atrás y después el botón de adelante, el que dice “Inicio”, ¿o no? –pregunta.
Escucha, se despide y corta.
Viste bluejeans, una camisa celeste y lleva los zapatos sucios con barro seco. Tiene el pelo canoso, con pocos rulos y una asomada calvicie; sus ojos son celestes, casi transparentes. Y la piel de su cara está arrugada. Se parece a Mell Gibson, pero más arrugado y narigón. Lleva en su muñeca un reloj. “Es marca chancho”, dice. Hace 20 años, un Rolex se imponía en su muñeca izquierda.
Él es primogénito de una familia contradictoria: de padre machista y madre educada; ambos andaluces. La madre siempre lo sobreprotegió y el padre fue muy duro con él. Tiene tres hermanos más: un hombre y dos mujeres. Creció absorbiendo el ejemplo de la desvaloración hacia su madre; para él, su padre y su hermano, ella no tenía por qué opinar. “Siempre fue insolente con ella”, dice Carmen Velasco de 60 años, hermana que le sigue a Ángel. Su madre, Goyi Mínguez de 83 años, lo sigue sobreprotegiendo: “Es mi pobre hijo”, dice.
Silencio.
“Cuando estaba en Europa, pasé como siete días con la misma ropa, y toda la mochila llena, pero llena de ropa sucia”, cuenta Ángel. Se para, prende el hervidor de agua y espera a que ésta hierva. Y comienza la historia.
-Ahora tengo ropa sucia, y los recuerdos que me acompañan –dice.
De futbolista a mochilero
A los 18 años, en plena década de los ´60, Ángel cursaba cuarto medio en el colegio Sagrado Corazón de Talagante -antes estuvo en el Internado Masculino Barros Arana-, donde repitió tres veces el curso porque comenzó a dedicarse a lo que fue, por muchos años, su sueño: el futbol.
Desde esa edad hasta los 28 años entrenó todos los días, se acostó temprano, no tomó ninguna gota de alcohol ni fumó un cigarro. Tanto así, que cuando logró terminar el colegio, dibujó un caballo en la hoja de respuestas de la primera Prueba de aptitud Académica que hubo en Chile, en 1967.
“Tenía una facha increíble y por eso el arrastre exagerado con las mujeres”, dice su hermana Carmen. “Él empezó en la Sub-diecisiete de la Universidad Católica y, con los años, estuvo a punto de ser titular; pero la vida le trajo sorpresas. Se rompió los ligamentos de la rodilla izquierda y dejó de jugar. Mis papas lo vieron desanimado. Me acuerdo que cuando cumplió los 29, le regalaron un viaje a Europa por tres meses”. Los dos eran tan unidos como “poto y calzón”
-Lo de los ligamentos me pasó de mala suerte –dice-. No seguí jugando futbol, el doctor que me vio en esa época me lo prohibió; pero me seguí manteniendo. Comencé a hacer ejercicio de nuevo, de a poco, con disciplina. Ella es la madre de las ciencias.
Se sienta. Mira sus manos. En silencio se toca el pelo, se vuelve a parar y camina hacia el hervidor.
-Sin futbol me quedé sin sueño. Mi cuerpo me reaccionaba, engordé, estaba más ansioso; como que necesitaba correr tras una pelota –dice-. Y en ese momento, llegó el viaje y volví a soñar –sonríe.
Ya en España se quedó en la casa de un primo de su padre. Como sus raíces provenían de este país, siempre le apasionó el flamenco, sobre todo la guitarra –vería en esta una nueva ilusión-.
-Más de la mitad de la plata que llevé, me la gasté en una guitarra que encargué apenas pisé el aeropuerto de Madrid -dice Ángel-. Todavía la tengo, ni mis hijas la pueden tocar. Es mi tesoro más preciado, la verdad el único que tengo.
El agua está hirviendo, saca una tasa chica, una cucharita y el frasco de café. Es el quinto café del día y es mediodía. Lo deja encima de la mesa y sale de la cocina. Vuelve con la guitarra en la mano: es color cobre, brillante y parece nueva, recién hecha. La muestra con orgullo, la afina y vuelve a guardarla. Luego, se sienta toma un sorbo y prende otro cigarrillo.
Para él ese viaje fue recorrer sin destino el continente, se convirtió en un mochilero. Recorrió los lugares turísticos típicos de Europa occidental; conoció mucha gente; se quedó sin dinero, y como consecuencia de esto, tuvo hambre y durmió en la calle; y como si fuera poco, se enamoró de una marroquí.
“Su nombre era Genoveva. Un mujerón”, cuenta Ángel. “Sus padres vivían en España, pero el resto de su familia estaba en Marruecos. Pertenecía a esa cultura. No se depilaba las axilas y siempre andaba con los brazos al aire. Era extraño, pero me gustaba. Ella hizo el mismo viaje conmigo a Marruecos; me refiero al viaje turístico y ahí la conocí”.
La fecha del viaje de vuelta a Chile se acercaba y él no quería volver. Al final, decidió tomar el avión y ayudar a su padre con la administración del campo donde vivía. Otro vacío quedaba en su interior.
El descenso
Desde la ventana de la cocina se ve la casa de sus padres. Una casa patronal, con cuatro palmeras altas, un silo –de más de 100 años- y dos bodegas grandes. La cajetilla abierta está vacía; la toma y la bota al basurero. Abre la nueva y saca otro cigarro, lo prende y deja salir el humo por la nariz. La taza de café está vacía. El campo donde él vive se llama Santa Cristina, en honor a su abuela paterna. Ese terreno se dividió en parcelas y hoy es como un gran condominio.
-Eran las mismas 60 hectáreas que hay hoy. En ese tiempo se producían peras. Había perales –dice-. Me hice cargo de la administración por petición de mi papá… Por orden la verdad –dice. Guarda silencio y continua-. Trabajé 20 años, gané plata que no era para mí, sino para la familia. En otras palabras trabajé sin sueldo.
A los 38 años conoció a su ex señora, Lía Muranda, de 23. Ella hoy tiene 48 años. Pololearon 3 meses y se casaron en 1986. De ese matrimonio nacieron dos hijas.
-Todos mis amigos y hermanos estaban casados con hijos y yo era el único soltero –dice al mismo tiempo en que expulsa el humo por la boca.
“Yo creo que no se casó enamorado; sino más bien rendido a la obligación de casarse”, cuenta Carmen. Ella se acuerda que él la llamó y le contó que había conocido a una muchacha muy linda. “Cuando me la presentó, estaban pololeando; pero él no estaba feliz. Ella era como una pollita, tímida y muy sonriente”, dice Carmen.
Lía comenzó a vivir en una familia totalmente distinta a la suya. Ella era santiaguina: su padre bancario y su madre profesora. “A mí se me abrió el mundo cuando conocí a Ángel; su mamá me enseño de todo, hasta a poner la mesa”, cuenta Lía. “El problema era que Ángel pasaba de la risa, de la alegría a la rabia total; siempre tuvo muy mal genio. Además, constantemente peleaba con su mamá. Casi me vuelvo loca en esa casa”, dice Lía.
Cuando las hijas de Ángel tenían entre cinco y siete años, decidieron cambiarse de casa. Cerca de la casa de sus padres había muchas casas de inquilinos, con sus respectivas parcelas. Ángel remodeló una y se fue a vivir ahí en el año 1994. “Lejos del caos”, agrega Lía.
La situación ya no dio para más. La casa de su infancia terminó vacía, sus padres se cambiaron a Santiago porque la salud del padre de Ángel cada vez estaba peor: en 1999 murió. Un año antes, en 1998, Lía se separó de él; se fue a vivir a Santiago con sus hijas a un departamento y comenzó a trabajar. Él se quedó solo en su casa
-Solo, sin hijas, sin mujer y con las deudas hasta el cuello –dice.
Ángel se para, toma la taza y la deja en el lava platos. Saca del mueble una copa, una bolsita de maní y una botella de pisco sour. Lo bate. Echa pisco a la copa y saca un puñado de maní. Todo a la boca. Luego agarra una tasa grande y la llena de maní.
El mismo año de la muerte de su padre, Ángel se acercó a Edith Gonzales, abogada, recién separada y madre de un compañero de curso de la hija mayor de él. Ambos se fueron conociendo en cada reunión de curso, desde que los niños eran my pequeños. Todo pasó rápido: vivió con ella 12 años. Lía lo aceptó rápidamente y sus hijas también.
Prende otro cigarrillo.
Ángel no pudo evitar que la producción de peras quebrara. El negocio familiar se fue a piso y su familia trató de ayudarlo; pero él sintió que estaban desconfiando de su palabra, por lo que se peleó con todos sus hermanos y con su madre.
“Él tiene esa actitud prepotente, de creerse el patrón de fundo y de ser el dueño de la verdad. Se enojó por que le pedimos que nos mostrara las cuentas, los papales y las demás cosas; nosotros queríamos entender por qué murió el negocio. De hecho, quisimos intervenir y ayudarlo a poder sacar a flote la producción y que no se llevara todo el peso encima; pero como es tan orgulloso, y en esa época era aun más, se enojó, nosotros con él y no nos hablamos por años”, cuenta Carmen llorando.
Para él fue un rechazo total.
-Desconfiaron de mí y eso me dolió -dice serio, botando el humo por la boca mientras habla-. No quiero referirme más a ese tema. ¿Estamos?
Está exaltado. Otro cigarro; para calmarse, quizás. Repentinamente continúa.
-Edith me salvó –agrega-. Siempre le estaré agradecido.
Soledad
Es la una de la tarde y Ángel se inquieta. Tiene hambre. Abre el refrigerador, hay un pollo, un poco de choclo en una bolsa y un tomate. “Con esto quedo listo”, dice. Parece de 55 años, no de 62. Su estado físico es consecuencia del fútbol, pero su soledad, de su actitud. Lo poco de pollo que queda lo mete al microondas; por mientras, pica un tomate y se sirve, en la misma copa, pisco sour. Pone el tomate y el choclo junto al pollo en el plato. Se sienta y comienza a comer.
-Hace seis meses me dijo que yo ya no le interesaba, ni en lo más mínimo y que apenas encontrara una casa para arrendar, se iba –cuenta-. Desde ese día no me habló más y yo pasé a ser invisible para ella durante tres meses. Hace tres meses se fue y se llevó todo lo que es de ella; me dejó la cama, esta mesa y la televisión. El refrigerador y el microondas me lo regaló mi hermana Carmen.
Durante 12 años vivieron juntos. El sueldo de ella se convirtió en el pilar económico de la casa; y él, en uno más que sostener. Además de depender emocionalmente y económicamente, Ángel era muy demandante con ella. No podía vivir sin que lo atendieran. En cambio, ahora se las arregla cómo puede y con la ayuda de una persona que nunca pensó que lo ayudaría: Narciso Ortiz.
Él es la actual pareja de la ex mujer de Ángel, Lía. Narciso trabaja en Lipigas, es dueño de la central de Isla de Maipo que cubre casi toda la Provincia de Talagante. Para que Ángel se movilizara y tenga un mínimo de ingreso, le prestó un camión de esos típicos de la empresa.
-Creo que encontré a un amigo –dice Ángel.
Sumado a esto, Miguel Castro, marido de Carmen, compró un camión de cinco mil kilos para que Ángel lo usara como herramienta de trabajo. “Ayudándolo económicamente, podrá tener la mente ocupada trabajando y no hundiéndose en la soledad”, dice Miguel.
-Después de todo lo que pasó entre nosotros, lo ayudo porque la familia es muy importante. Cuando entré a su casa y vi que no tenía ni microondas ni refrigerador, me vino una angustia y no dudé en comprarle un refrigerador y un microondas, porque si no ¡cómo come! Además, hay que tener compasión cuando la otra persona está sola –dice Carmen.
Ángel tiene el plato casi vació: solo los huesos de pollo ocupan el espacio. Se sirve la tercera copa de pisco sour y se la toma al seco. Se para, enciende el hervidor y se vuelve a sentar. Prende un cigarrillo.
Lía lo acepta todos los días en su casa. “Hay que tener humanidad, viví mucho tiempo con él; no me ayudó con las niñitas y me trató pésimo; pero todo se devuelve en la vida y mira cómo está él ahora”, dice Lía. “Además, mis hijas están sufriendo con esto y al verlas así, obviamente, que yo sufro; pero tampoco quiero acostumbrarlo a estar acá. Él tiene que trabajar y responder por sus hijas”.
Está lista el agua. Hace el café, lo revuelve y selo toma parado.
-¡Tengo que lavar ropa! -dice dando un salto- ¡No sé por qué la memoria me está fallando!
Echa la ropa a la máquina de lavar junto al detergente, la llena; prende el botón de atrás; luego, el que dice “Inicio”.